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¿Qué otra cosa da cierta certeza a una persona de tener el favor de Dios que el encontrar un lugar en el mundo dónde y de qué vivir? Uno puede encontrar momentos de paz con Dios de muchas maneras pero la seguridad que otorga el poder agradecer a Dios el tener un lugar y una oportunidad donde vivir es de esas pocas experiencias de paz que una persona puede encontrar en su vida.
Te invitamos a compartir un nuevo aporte para la diaconía comunitaria.
Foto: Juan Pablo Barrientos

Edificad casas, y habitadlas; y plantad huertos, y comed del fruto de ellos.” (Jer 29,5)

Estimadas hermanas,

Estimados hermanos,

que la ruaj de Dios nos recree junto a la creación toda transformando la injusticia en paz, la violencia en alegría y la mentira en comunión. Amén

¿Qué otra cosa da cierta certeza a una persona de tener el favor de Dios que el encontrar un lugar en el mundo dónde y de qué vivir? Uno puede encontrar momentos de paz con Dios de muchas maneras pero la seguridad que otorga el poder agradecer a Dios el tener un lugar y una oportunidad donde vivir es de esas pocas experiencias de paz que una persona puede encontrar en su vida.

No puedo dejar de recordar el esfuerzo sobrehumano en la familia para poder comprar el terreno, los materiales y poder hacer la casita para la familia. Una experiencia que muchos hijos ya no pudimos repetir. Los hijos ya tuvimos que alquilar. El peregrinar por pensiones y alquileres es una realidad de millones de personas en el mundo. El acceso a la vivienda y a un terreno se volvió un negocio de unos pocos y los precios que arreglaron cobrar por los metros cuadrados hizo imposible que muchos hijos y muchas hijas de familias trabajadoras ya no pudieran comprarse una casa nunca más. Algo que si bien era difícil de acceder, pero que trabajando era posible, transformó a las nuevas generaciones en una población obligada a mantener todo un grupo de familias que decidieron vivir de rentas. Los hijos de los trabajadores no recibieron apoyo del Estado, más allá de algunas excepciones, durante algunos gobiernos, para poder pagar créditos de forma viable pensando no sólo en la ganancia de los bancos sino también en el derecho de estas familias a vivir en su casa propia.

Los campos pasaron poco a poco a pocas manos y lo que eran enormes colonias de hijos de inmigrantes que hicieron grandes a los países de la región del Río de la Plata, se fueron convirtiendo en estancias comprando los campos uno a uno, cada vez por menos, arrancando alambrados y juntando campos con campos volviendo a recuperar la forma de aquellos enormes pedazos de tierra de los tiempos de la colonia, pero ahora en manos de unas pocas familias, la mayoría amigas de los poderes de turno. Al mismo tiempo millones de personas en estos mismos países se fueron empobreciendo. ¿Cuántas familias de campesinos apenas lograron comprarse un terrenito en el pueblo con lo que pudieron obtener de la venta de sus campos? Algunos tuvieron la suerte de poder conseguir que el terreno tenga al menos una casita o un rancho o un techo debajo del cual poder descansar.

Estamos reflexionando sobre estos textos de nuestros hermanos y hermanas de las familias judías exiliadas de sus tierras, forzados a migrar a otros pueblos, a otras culturas, a vivir de otra cosa y de otro modo. Leemos cuán difícil resulta a sus oídos escuchar tener que desarrollar su vida en otro suelo, bajo otro reino, conviviendo con otros dioses. No puedo dejar de sentir cada una de esas palabras, sus dudas, sus miedos, sus conflictos éticos. Las migraciones nunca son voluntarias aún cuando sea uno mismo quien compra el pasaje y arma su valija. Esta es una decisión que se toma después de evaluar cuáles son las posibilidades reales de poder desarrollar su vida y de poder tener futuro donde vive y de la forma en que vive. El dolor de dejar su tierra, su barrio, su casa, su familia, sus amigos no te abandona nunca.

Quienes se han criado en el campo saben de ese amor por la tierra de uno, por esas cosas simples de cada día, desde salir al patio y respirar hondo a la mañana para echarle ganas al nuevo día hasta aquél olor a tierra mojada que emociona hasta el alma después de la sequía. Es increíble como todo cambia con un poco de agua: los pájaros, los animales de corral, las plantas, los insectos, los sembrados y la huerta. Me acuerdo de esa sensación de ser una pequeña cosa frente a tremendas tormentas que resuenan contra el piso llenándolo todo con sus truenos, vientos, rayos y relámpagos mostrando una naturaleza que supera en forma exponencial la vida humana en sabiduría, en historia, en modos de atravesar los tiempos.

Leer la Biblia en el campo, tantas veces, es tan simple de comprender. No podemos dejar de reconocer que muchas de las personas que han escrito la Biblia, y de aquellos sobre quienes enseña la Biblia, tienen un enorme conocimiento del campo. La relación con la tierra es tan profunda, tan hermanada, tan propia de cada una y cada uno, que es perfectamente comprensible que exiliados tras ser conquistados la lloren como a un familiar.

En estos días, escuchando, leyendo y viendo tantos debates públicos sobre la propiedad privada en Argentina no puedo dejar de sentirme tan ajeno a toda esa discusión. Tampoco puedo dejar de sentir herida mi fe cristiana por algunas formas en que se argumenta y se plantea la relación con la tierra, con las demás personas y el ambiente. En el fondo, aparece el problema de los abusos de poder, la violencia permanente, el maltrato de las personas, incluso a la propia familia, a los propios vecinos, a la gente del propio pueblo, la corrupción de la justicia. Es más triste aún, ver cómo se suma gente a apoyar la violencia y el maltrato, peleando por la propiedad privada. Es todavía más triste saber cómo en nuestros días se sigue repitiendo el modelo colonial de apropiación y expropiación de tierras de uso común por parte de familias que actúan sin empacho alguno y con total impunidad.

Lo que resulta indignante es que veo peleas públicas con enorme cobertura de los medios mostrando cómo la gente se pelea, aquellos que dicen que son los dueños y pueden hacer lo que quieren y aquellos que dicen que son okupas y no tienen derecho a nada, por un lado, y los que piden tener un lugar donde vivir con sus familias y los que plantean producir de otra manera para cuidar el ambiente para vivir mejor entre todos. La injusticia chorrea por las pantallas y las hojas de los diarios. El odio invade los micrófonos y las imágenes. Al fondo se ven de decoración las tierras marginadas por los mercados y que han adquirido nuevo valor ante la falta de tierras para trabajar y habitar. Estas tierras están siendo disputadas entre aquellas personas cuya ambición les impide ceder para no perder el honor ni las oportunidades de negocios sin fin y aquellas personas que no tienen ya más nada que perder porque lo han perdido todo y, por ello, buscar cómo y dónde vivir es la razón de sus vidas. El abuso, por un lado, la resistencia, por el otro, todos en tensión, en conflicto, en lucha, sin tregua alimentados por el apoyo popular, las internas políticas, los intereses de los medios de comunicación y los beneficios de mantener el orden como está o la posibilidad de cambiarlo todo.

En nuestra teología cristiana la propiedad privada es una ilusión. La tierra siempre es de Dios. Nosotros estamos de paso. “Nuestro” es apenas el usufructo y ese usufructo es siempre a beneficio de toda la comunidad porque la creación está al servicio de la vida en el mundo. La acumulación del usufructo para garantizar el pan de cada día haciendo gala de que podemos vivir sin Dios y sólo a costa del esfuerzo de “nuestras manos” volviendo a desconocer la obra creadora de Dios es idolatría y apostasía. Lo único que hay offshore en la Biblia es el leviatán, todo lo demás está al servicio de la vida en el mundo. Jesús supo decirlo con una claridad absoluta: se trata de elegir a Dios o a Mammón: “Nadie puede servir a dos señores; porque va a odiar a uno y va a amar al otro, o va a adorar a uno y va a despreciar al otro. No se puede servir a Dios y a las riquezas (Mateo 6,24) Uno reclama la subordinación de toda la vida para su beneficio personal a costa de la vida de todo y todos, el otro pone toda su vida al servicio de toda la vida en el mundo para el bien de todo y todos. Cada uno representa una historia de salvación, un proyecto de vida y una forma de comportarse con los bienes creados y las personas en el mundo.

Una historia de salvación convoca a vivir en el mundo a partir de la fidelidad a Dios, de la mano con el señor de la vida. El otro proyecto convoca a vivir en el mundo a partir de su propia capacidad que le da sentido a su vida, esclava de la impunidad. Sin embargo, el Mammón disputa con sus adeptos la fidelidad a Dios golpeando la dignidad de sus hijas e hijos, se apropia de lo poco que tienen y los obliga a caminar a su servicio por años. Ante toda esta violencia Dios nos llama a amar a nuestros enemigos, a orar por quienes nos persiguen, y hacer el bien a quienes nos odian para dar testimonio del Dios de todos y todas, del Dios que como un sol alumbra sobre buenos y malos. La invitación de Dios es a renunciar a la venganza para abrazar la misericordia, obrando con justicia y con constancia. Dios nos llama a ser maduros, a estar a la altura de las circunstancias, a manejarnos con confianza aún cuando a la vista de todos pareciera evidente que la ambición sin límite lo devora todo a su paso. La fidelidad y la promesa de Dios nos movilizan de una manera mucho más respetuosa con la vida y nos invitan a vivir de una manera mucho más confiada porque Dios es el creador y salvador del mundo. Nosotros, no. Dios tiene la vida en sus manos. Nosotros, no. Dios hace justicia como el sol, a buenos y malos. Nosotros, no.

Oremos con el Salmo 43: “Dios mío, ¡hazme justicia! ¡Defiéndeme! ¡Líbrame de gente impía, mentirosa e inicua!” y vivamos con dignidad delante de Dios, aun cuando el mundo con sus ojos sólo nos vea en la humillación y el fracaso; seamos testigos del reino y de la gloria de Dios, para que el mundo crea. Amén

Jorge Weishein

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