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Por Mariana Malgay

Coordinadora de comunicación de la Fundación Protestante Hora de Obrar*

La tierra sin mal

La provincia de Misiones se encuentra en el noreste de Argentina, cerca de la frontera con Brasil y Paraguay. Es una de las provincias más pequeñas en términos de superficie, pero es una de las más densamente pobladas. En esta triple frontera se entremezclan culturas, identidades y lenguas, de origen nativo, guaraní, polaco, alemán e italiano.

Misiones es conocida, entre otros motivos, por lo que queda vivo de su exuberante Selva Paranaense o Bosque Atlántico, que forma parte de la región del Gran Chaco y es el hogar de numerosas especies de animales y plantas. Además, por las famosas Cataratas del Iguazú, una impresionante cascada de agua que es considerada una de las Siete Maravillas Naturales del Mundo.

El Bosque Atlántico esconde en su espesura una sorprendente biodiversidad, que se despliega en la costa oriental de Brasil y penetra tierra adentro hacia Argentina y Paraguay. Son más de ciento cuarenta y ocho millones de personas las que se nutren y dependen, tanto social como económicamente, de los servicios que brinda el Bosque Atlántico, como la provisión de agua, energía y protección del suelo. Este tesoro natural, además, es hogar de una gran variedad de vida, que comprende el siete por ciento de las especies de plantas y el cinco por ciento de las especies de animales vertebrados del mundo. Muchas de estas especies son endémicas, lo que significa que no existen en ninguna otra parte del planeta, lo que lo hace aún más valioso y digno de proteger.

La historia cuenta que los pueblos guaraníes, originarios de esta región, creían en un dios llamado Tupa, quien habría creado una tierra perfecta para los seres humanos, donde no había dolor, sufrimiento ni enfermedades. Sin embargo, los humanos, alejándose de los mandatos divinos, perdieron el acceso a esa tierra perfecta y cayeron en un mundo de dolor y sufrimiento.

A pesar de ello, los y las guaraníes siguieron creyendo en la existencia de una «Tierra sin Mal», un lugar sagrado donde los seres humanos podían vivir en armonía con la naturaleza y alcanzar la perfección. Y fue en la provincia de Misiones donde encontraron la tierra más cercana a ese ideal. La belleza natural y la biodiversidad de la región eran tan extraordinarias que la identificaron como una extensión de la «Tierra sin Mal».

Hay una cruda realidad. La pérdida de biodiversidad, la deforestación desmedida y la expansión de la frontera agropecuaria en Misiones plantean un fuerte contraste con la imagen del paraíso terrenal que se asocia con esta región. La pobreza afecta a más de la mitad de la población en la provincia, arrojando una sombra oscura sobre el escenario. Así, la necesidad de proteger y conservar la selva paranaense, no solo como un patrimonio natural, sino también como un sustento para las comunidades locales, se vuelve imperante. Solo así se podrá preservar la riqueza biológica y cultural de esta tierra, y construir un futuro sostenible.

Los saberes ancestrales de los pueblos originarios pueden aportar mucho a la protección de la casa común, entendida como la Tierra y su ecosistema. Estos pueblos han desarrollado conocimientos y prácticas a lo largo de siglos de interacción con la naturaleza, y conservan una cosmovisión de armonía entre los seres de la que cristianos y cristianas tenemos mucho para aprender. 

El monte como aula, es vida y alegría

Santo es docente auxiliar indígena hace más de diez años. Trabaja en la escuela intercultural Takuapi, donde habita la comunidad indígena homónima, unas cuarenta familias mbya, en las afueras de Ruiz de Montoya, un pueblo agrícola y forestal, a unos ciento veinte kilómetros al norte de la ciudad capital de la provincia, Posadas.

En Misiones, más de trece mil personas se reconocen como pertenecientes a pueblos indígenas, según datos oficiales de 2010. De ellos, casi siete mil cuatrocientos se identifican como mbya-guaraní, pertenecientes al tronco lingüístico tupí-guaraní. La antropóloga Morita Carrasco precisa que hace más de cinco siglos, estos pueblos se asentaron a lo largo de los ríos Amazonas, Paraná y Paraguay, en lo que hoy son los estados de Brasil, Paraguay, Argentina y algunas zonas de Uruguay. Ellos y ellas tuvieron los primeros contactos con los conquistadores españoles durante el siglo XVI, mientras que la Compañía de Jesús comenzó la conquista religiosa de este pueblo en misiones y reducciones en la República del Paraguay, el sur de Brasil y las provincias de Corrientes y Misiones. Sin embargo, la expulsión de los jesuitas en 1767 provocó la dispersión de los mbya por la selva.

“Santo, es un santo. Como su nombre lo indica”. Así lo describe la directora de la escuela, Alicia Novosat. Recientemente participó de la creación de un manual bilingüe para enseñar el alfabeto junto a la docente Karina Schmidt y el docente indígena Mario Acosta. Cuando relata lo que sintió al ver su nombre en la tapa del material educativo, sonríe y casi no encuentra palabras. “Es una satisfacción para nosotros, para trabajar mejor con los chiquitos”.

Santo piensa en el monte y explica lo que significa para la cultura mbya de un modo elocuente. “El monte para nosotros es una vida. No solamente la vida humana, sino que a los animales, a los pajaritos. Y es una alegría. Sin monte no podemos vivir. Yo siempre guardo esa frase que me decía mi abuelo, desde los doce años: ´el monte es una vida´”.

Santo piensa en el futuro como vive el presente: con esperanza en los niños y las niñas. “Hoy, como docente, estoy tratando de enseñar esas cosas a los chicos para que ellos también sepan cómo cuidar lo que hay en el mundo.”

Habla con voz serena y llena de sabiduría ancestral. “El árbol tiene su Dios. Cada animal tiene su Dios. Por eso nuestro abuelo nos enseña también que si nos vamos al monte tenemos que cuidar y tenemos que ir con cuidado.”, explica: “Si yo agarro el machete y voy, tengo que sacar lo solo lo que necesito, no ir y cortar y cortar, porque al espíritu no le gusta. Hay que pedirle al espíritu: “hoy voy a cortar esta madera porque necesito ocupar de algunas cosas”, cuenta.

Sus ojos brillan con tristeza al hablar de la deforestación y la pérdida de la naturaleza en su tierra. “Lo que a mí me preocupa es que a veces los dueños vienen y desmontan, cortan los árboles y no queda nada.”

Pero su esperanza sigue viva. “Mi deseo es que sigamos con fuerza y sabiduría para que algunos de los chicos de esta comunidad salgan con un ejemplo. Que no se olvide de su cultura, aunque sea por más que sea, salga un profesional de una escuela.”, y reflexiona: “Que luche, haciendo la lucha como que están haciendo ahora los mburuvicha”.

Santo, un guardián de la naturaleza y portador de saberes ancestrales, nos recuerda la importancia de cuidar y respetar el equilibrio de la vida en la Tierra. Sus palabras nos invitan a reflexionar sobre nuestra relación con el medio ambiente y cómo podemos aprender de las culturas originarias para proteger y preservar la casa común que compartimos.

El agua, fuente de vida y espiritualidad

Las gotas de lluvia caen suavemente en la aldea Ko’eju Mirî, una de las dieciséis comunidades indígenas mbya guaraní alcanzadas por el proyecto Tape Porã de la Fundación Hora de Obrar en la provincia de Misiones. Gracias a este proyecto, recientemente se llevó a cabo una mejora en la obra de protección de la vertiente y se instaló el tendido eléctrico.

La consulta previa fue esencial en este proceso. Se trata de un derecho mediante el cual se busca obtener el consentimiento libre, previo e informado de los pueblos originarios en relación a cualquier medida o proyecto que pueda afectar sus territorios, recursos naturales o formas de vida. Es por eso que se realizó un diagnóstico participativo sobre el acceso a los servicios básicos y en base a los resultados se presentó una propuesta a la comunidad para trabajar en conjunto.

“Los indígenas mismos, están trabajando y acompañan al proyecto y eso es importante. Uno tiene un conocimiento y uno lleva la necesidad, una preocupación, se presenta y se hace entre todos juntos el proyecto”. Francisco Medina, integrante de la comunidad, recuerda cómo fue el proceso sentado en el interior de un aula con techos de chapa, donde se escucha el sonido del agua. Sabe muy bien la importancia que tiene respetar este derecho específico de los pueblos originarios: ”Pasamos muchas promesas de no indígenas que no se llegan a concretar. A veces aceptamos un proyecto con dudas”.

También sabe que ese agua que hoy llueve y que también brota del suelo es vida y hay que protegerla.”Hoy en día ya no podemos tomar de un arroyito, que viene ni sabemos de dónde. El agua se viene contaminada, se viene con muchas enfermedades. Por eso peleamos por el agua; para que la familia y la comunidad tengan su propio agua mejor, más sana. Eso es lo que más necesitamos en la comunidad.”

La vertiente se encuentra alejada de las viviendas, a unos ochocientos metros de distancia. Durante años, las mujeres de la comunidad caminaban cotidianamente hasta allí en busca de agua para satisfacer sus necesidades más básicas: beber, lavar la ropa o limpiar los alimentos. Con baldes llenos de agua en las manos, en ocasiones, debían hacer el recorrido varias veces al día.

Pero la vida de la comunidad cambió con la obra de agua y luz. Sandra Benítez, una de las integrantes de la comunidad, sonríe al recordar los días de antes y celebra la mejora para la vida cotidiana de las mujeres. Ahora puede usar las piletas cercanas a su hogar y no tener que recorrer tantos metros para abastecerse de agua. “Las mujeres en la comunidad están más felices. Yo veía que alguien pasaba con un balde y yo automáticamente agarraba y me iba porque teníamos la costumbre de ir todos juntos a buscar el agua. Por lo que veo están bien, felices, contentas, de tenerla en casa.”

Recuerda también cómo era su propia vida antes: “Iba muchas veces a buscar agua. Cómo mi marido trabaja y viene al mediodía se me dificultaba muchísimo. Hoy, tener en casa la verdad me facilita mucho.”, celebra: “Mi vida me mejoró”.

Sandra sueña ahora con un espacio comunitario donde las mujeres puedan cocinar juntas y compartir tiempo con sus hijos. “No sé por qué tengo eso de querer siempre juntarnos entre mujeres y tener un lugar para cocinar todos juntos y estar con los chicos. No sé por qué tengo ese pensamiento de querer tener eso”, expresa con nostalgia y esperanza en su voz.

*Acerca de la Fundación Protestante Hora de Obrar

Hora de Obrar trabaja para el desarrollo social y ambiental en Argentina, Uruguay y Paraguay. Es una iniciativa de la Iglesia Evangélica del Río de la Plata, inspirada en un compromiso de fe por un mundo más justo, equitativo y solidario. Por eso, desde 2014 desarrolla y acompaña proyectos sociales y ambientales, para promover y defender los derechos de las personas en situación de mayor vulnerabilidad y preservar el ambiente para las generaciones futuras. Hora de Obrar trabaja a partir de 5 ejes temáticos: desarrollo comunitario, justicia climática, pueblos originarios, justicia de género y fortalecimiento diacónico.

Más información en www.horadeobrar.org.ar

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